martes, 12 de julio de 2011

Siempre presente

Esta es una breve historia como cualquier otra. Quizá también lo fuere ese romance inaudito, pero algo me hace creer que no.
 En la atmósfera se hallaba una esplendida luminosidad alegre. Las pequeñas y tibias brisas que corrían alegraban el alma.
 Nada hubiera corrompido la paz que comenzaba a haber en la edad media, si no fuera por los gritos y súplicas de un alma herida pidiendo ser escuchada.
 La guerra había terminado y la victoria había sido un hecho. La felicidad y la falsa creencia de poder habían invadido aquel reino. Todos estaban realmente felices por haberse liberado de un infierno. Bueno, casi todos.
 Un caballero volvía de su larga travesía, luego de tanto sufrir, con la fe de poder hallar a esa persona que había visto por última vez en aquella ocasión, su amor. Será que, quizá, la vida no quiso que en ese momento ellos estuvieran juntos.
 La dama se alegró mucho ante la noticia del retorno de aquel noble, con lo cual fue casi inmediato su reencuentro.
 Su cuerpo, ya desacostumbrado a la tibieza de la sensación provocada por la caricia de un amor, sintió como una especie de locura que se iba apoderando más de si mismo y de su experimentada pero prematura mente.
No obstante, como con un efecto de primera impresión, el caballero notó que algo no conservaba su vieja naturalidad. La dama ya no lo miraba con esos ojos cálidos que, hacía un largo tiempo, a él lo atrapaban.
 De todas formas, el caballero prometió darle todo su amor ante cualquier circunstancia, ante cualquier conflicto o desenlace, ante cualquier cosa, hasta ante la traición. El corazón de aquel joven noble pertenecía a su dama, a su amor, a su pasión, al placer de su alma. Quizá su algo temprana edad no era la más prometedora, pero al fin y al cabo él no vaciló ni un instante, jamás.

Pero un violento cambio ya mostraba sus afilados dientes. Él sabía que ella tenía una relación con alguien más, aunque lo que no sabía era de que se trataba, ni tampoco quería saber. Es decir, quizá solo era amistad, quizá.
  El caballero le pidió, tomándola de sus manos, que nunca temiera, que nunca dudara y que jamás huya de la realidad. Él la querría ante cualquier cosa, sin importar nada, en absoluto. Ella solo asintió casi desinteresadamente con la cabeza.
 El tiempo fue pasando de a poco, y la llama del amor cada vez iba mostrándose más y más pequeña. A medida que esto pasaba, pequeños vidrios imaginarios se iban clavando en el pecho del noble, como una lluvia, cuyo dolor se iba agudizando más y más.
 Un día, el caballero quiso salir y sentir el aroma de las flores que la pronta primavera iba presentando, con el fin también de despejar por unos instantes, con suerte, su tortuosa cabeza.
 Fue ahí cuando el cambio que el creía sentir, fue total y terminante, pero por sobre todas las cosas, real. Su dama estaba en manos de alguien más, ahí, recostada en los pastizales de los jardines que se daban lugar en las afueras del reino, junto a un joven escudero.
 Una explosión inmediata, tortuosa, desesperante, amargante, destructiva, agresiva, como mil agujas disparadas hacia todas partes, se dio lugar en el alma de aquel enamorado. Ni mil lágrimas fueron suficientes para calmar un poco la pena que estaba comenzando a cargar.
 No obstante, una promesa aún seguía vigente, al menos para él. Su corazón le pertenecía a ella ante cualquier circunstancia.

La dama realmente aún no comprendía lo que se hallaba bajo ese ser. Fue por eso mismo, esa misma tarde, cuando la oscuridad comenzaba a poner sus frías manos sobre los mojados campos vegetales, que el soldado fue a buscarla para hacérselo saber.
 Al llegar, la encontró sola, sentada en lo verde, bajo la anaranjada luz que el atardecer ofrecía. Y una flor en su cabeza, su belleza enternecía... Simplemente hermosa.

Luego de unos instantes, el caballero se acercó y observó de rodillas a su dama, a su amor, a su pasión, al placer de su alma, suplicándole sin decir una sola palabra que sintiera el fuego que yacía en su corazón. La dama, ciega, no quiso tocar con su mano el pecho de aquel valiente. No quiso comprender, de una vez, el calor de su infierno. Pues la dama tenía sus ojos en alguien más, mientras el corazón del caballero desangraba lentamente.

A ella realmente no le importaban los sentimientos de aquel caballero, y su corazón ya no tenía consuelo.

Ya solo quedaban dos alternativas: resignarse, desangrar y comenzar de nuevo.